Albert Duvall había visitado la tumba de su amada esposa Margaret día tras día durante los últimos cinco años.
Sin importar si llovía o hacía sol, caminaba por el cementerio apoyado en su viejo bastón de madera. Se sentaba en el banco de piedra junto a su tumba, le relataba cómo había transcurrido su día y, al final, se marchaba, sintiéndose siempre un poco más vacío de lo que lo estaba al llegar.
Pero una tarde fría de otoño, algo se sintió diferente.
Mientras se sentaba en el banco, sus ojos se detuvieron en un pequeño sobre, sellado con cera roja, apoyado contra el mármol.
Su corazón dio un vuelco.
“¿Qué demonios…?” murmuró, levantándolo con manos temblorosas.
El sobre no tenía nombre en el frente, solo las palabras: «Mereces conocer la verdad.»
Con dedos nerviosos, abrió el sobre.
Dentro había una carta escrita con caligrafía ordenada:
«Albert, he estado luchando durante años con la idea de contarte esto.
Pero ahora, no tengo otra opción.
Margaret tenía un secreto, uno que creo que finalmente deberías conocer.
Si quieres saberlo todo, ven mañana al mediodía al viejo restaurante de la calle 5.
Ven solo.
Sin firma.
Sin pistas de quién lo escribió.
Solo un secreto flotando sobre su cabeza como una nube de tormenta.»
Albert apretó la carta con fuerza.
¿Era esta una broma cruel? ¿O era posible que Margaret, su querida Margaret, hubiera estado ocultando algo durante todos esos años?
Esa noche, el sueño lo eludió.
Los recuerdos de sus 42 años juntos pasaban por su mente como una película.
Ella había sido su apoyo incondicional, su mejor amiga.
¿Qué secreto podría haberle guardado?
Por la mañana, Albert ya había tomado una decisión.
Tenía que ir.
El sonido de la campanita sobre la puerta sonó cuando Albert entró en el viejo restaurante de la calle 5.
El aire olía a café y huevos fritos, exactamente igual que cuando él y Margaret venían aquí a desayunar hace años.
Una mujer estaba sentada sola en una mesa en la esquina, revolviendo una taza de té.
Su espalda estaba hacia él, pero algo en ella le resultaba familiar.
Cuando ella se giró, el aire se le detuvo en la garganta.
“¿Sylvia?” susurró.
Sylvia Hastings.
La mejor amiga de Margaret.
La mujer que había sido como una hermana para ella.
“No estaba segura de que vinieras,” dijo Sylvia suavemente, indicándole que tomara asiento.
Albert se deslizó en la silla, mirando fijamente a Sylvia.
Ella se veía agotada, su cabello, una vez castaño, ahora teñido de canas.
“Dime de qué se trata esto,” exigió, colocando la carta sobre la mesa.
Sylvia exhaló profundamente.
“Debería haberte contado esto hace años, Albert.
Pero tenía miedo.
Y Margaret… ella no quería que lo supieras.”
El pecho de Albert se apretó.
“¿Saber qué?”
Sylvia dudó un momento antes de sacar una fotografía antigua y amarillenta de su bolso y deslizarla sobre la mesa.
Albert la levantó.
Era una foto de Margaret… sosteniendo a un bebé.
Sus dedos se apretaron sobre los bordes de la imagen.
“Yo… no entiendo.
Nunca tuvimos hijos.”
“No,” respondió Sylvia.
“Pero ella sí.”
El mundo de Albert se tambaleó.