Cuando mi prometido murió de forma repentina, sentí que mi mundo se desmoronaba. Pero entonces escuché su voz, llamándome desde el más allá.
Lo que al principio parecía un milagro pronto se convirtió en una aterradora pesadilla, arrastrándome hacia una verdad que jamás habría podido imaginar.
Siempre soñé con tener una familia. Creciendo en hogares de acogida, veía a otros niños tomados de la mano de sus padres, riendo y compartiendo momentos que yo solo podía imaginar.
Leía historias sobre familias amorosas y me preguntaba si realmente existían. ¿Había un lugar en el mundo donde las personas se protegieran y cuidaran unas a otras de verdad?
Entonces conocí a Robert. Era todo lo que siempre había deseado en alguien: amable, divertido y lleno de cariño. Pero lo mejor de todo, tenía algo que yo anhelaba más que nada: una familia cálida y unida.

Desde el primer momento en que los conocí, me acogieron como si siempre hubiera sido parte de la familia. Las cenas de los domingos en casa de sus padres eran algo que solo había visto en películas.
«Alcánzame las papas, querida», dijo la madre de Robert con una sonrisa cálida y unos ojos llenos de ternura. Me miraba como si fuera su propia hija.
El padre de Robert, un hombre robusto de risa estruendosa, me guiñó el ojo desde el otro extremo de la mesa. «¿Otro pedazo de pastel? No se lo digas a tu madre, pero guardé un trozo extra solo para ti.» Me deslizó el plato con una sonrisa traviesa.
Esos momentos se sentían como un sueño. Nunca había experimentado algo así: una familia que se preocupaba de verdad, que compartía risas y que me hacía sentir segura.
Y con Robert, todo era aún mejor de lo que jamás había imaginado. Me amaba con una intensidad que solo conocía de los cuentos de hadas.
Una noche, mientras estábamos sentados en un banco del parque, Robert tomó mis manos entre las suyas. Sus ojos brillaban con emoción.
«Tengo que preguntarte algo», dijo con voz temblorosa.
Mi corazón latía con fuerza. «¿Qué es?»
Respiró hondo y sacó una pequeña caja de terciopelo azul. «¿Te casarías conmigo?»
Las lágrimas inundaron mis ojos. «¡Sí, sí, sí!»
Poco después, descubrí que estaba embarazada. Gemelos. Estábamos más felices de lo que las palabras podían expresar. Pasábamos horas imaginando nombres, soñando con nuestro futuro, imaginando qué tipo de padres seríamos.
Pero entonces, todo cambió.
Era un jueves por la tarde cuando recibí la llamada. Robert había tenido un accidente. Mis manos temblaban mientras corría al hospital, rezando, suplicando que todo estuviera bien. Pero al llegar, un médico me esperaba con una expresión sombría.
«Lo siento mucho», dijo en voz baja. «No pudimos hacer nada por él.»
Los días siguientes fueron un torbellino borroso. Sus padres se encargaron de todo. El funeral terminó casi tan rápido como había comenzado. Me quedé en la parte de atrás, viendo cómo lo enterraban.
Ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme. Quería gritar, llorar, pero estaba paralizada, atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar.
Después de la ceremonia, encontré a la madre de Robert en la iglesia. Sus ojos hinchados y enrojecidos reflejaban mi propio dolor.
«¿Por qué no pude verlo?» pregunté con la voz rota. «Ni siquiera me dejaron despedirme.»
Ella suspiró y bajó la mirada. «Él… él ya no era él mismo. No podía permitir que lo vieras así. Habría sido demasiado.»
Los días pasaron en una neblina de dolor. Pero cada vez me sentía más atraída por el cementerio. Se convirtió en mi refugio, mi única forma de sentirme cerca de él. Me sentaba junto a su tumba y le hablaba, le contaba sobre los gemelos, sobre cuánto lo extrañaba.
Hasta que, una noche, lo escuché responder.







