El viento otoñal atravesaba el aire y la lluvia fría caía en pequeñas gotas. Las personas que acudieron al cementerio a despedir a los difuntos temblaban, envolviéndose en bufandas y cuellos. Todos tenían un deseo: que terminara pronto.
Y sólo la madre permaneció cerca del ataúd, sin notar el frío ni la lluvia. El dolor la estaba desgarrando por dentro. Parecía como si su corazón fuera a estallar de desesperación.
Las lágrimas corrían por sus mejillas hundidas y grises, mezclándose con las gotas de lluvia. De vez en cuando se tocaba la cara con un pañuelo húmedo y miraba sólo el punto que tenía delante: la tapa cerrada del ataúd. Allí dentro, estaba su pequeño, su único hijo, el sentido de su vida.
Y no pudo verlo por última vez. No podía besarlo en los ojos cerrados, en la frente, en las mejillas, no podía acariciar sus manos, sus hombros. Ella no podía hacer nada.
El ataúd estaba firmemente cerrado. Le habían dicho que así era como había que hacerlo, que era mejor así. ¿Pero realmente está mejor ahora? La vida había terminado.
Cerca de la madre había otra mujer, joven y hermosa. Sorprendentemente, su traje de luto le sentaba perfectamente, resaltando los finos rasgos de su rostro y una cierta palidez aristocrática. La mujer a veces se secaba las lágrimas con sus delicados dedos, exhalando profundos suspiros.
Y aún así, no miró el ataúd. Sus ojos estaban fijos en el cielo gris, sus labios ligeramente hinchados susurraban algo en silencio. Probablemente palabras de despedida.
La gente murmuraba, preguntándose cómo una mujer tan hermosa podía enviudar tan joven, qué injusto era. E inmediatamente, se dijo que era hora de finalizar la ceremonia, porque la madre, Tanya, corría el peligro de desplomarse y unirse a su hijo en la tumba. Pero Tatiana no oía nada, no percibía nada.
Ella lo recordó. Las imágenes de su pasado pasaron por su mente como un caleidoscopio. No sintió ni la fría lluvia ni el viento, sólo quedaron el dolor y los recuerdos.
Ella tenía sólo 20 años. Corrió hacia su Andrei para contarle que iban a tener un bebé, alegre, feliz. Era principios de primavera, había charcos de agua bajo sus pies y el sol bailaba a ráfagas.
Tanya cerró los ojos y sonrió. Allí estaba, ella le contaría todo a su amor, él la tomaría en sus brazos y juntos correrían al registro civil para presentar su solicitud. No podía ser de otra manera, porque Andrei la amaba mucho.
Pero fue otra chica la que abrió la puerta de su apartamento, vestida con la camisa de Andrei. Tanya no dijo nada y dio un paso atrás. Andrei apareció detrás de la niña y le dedicó una sonrisa burlona.
La muchacha sonrió con desprecio, mirando a Tanya. Cómo había logrado escapar, ya no lo sabía. Ella se despertó en el dormitorio.
Las muchachas la rodearon, la consolaron y le dijeron que Andrei volvería a disculparse. Pero no regresó. Más tarde se enteró de que Andrei se había casado con esta muchacha.
Tanya regresó a casa con su madre. Allí nació su Sacha, su pequeño sol, su luz. Tanya estaba muy agradecida con su madre por su apoyo, por no rechazarla a pesar de los juicios de los demás.
Porque fue una desgracia, su hija quedó embarazada antes incluso de terminar sus estudios y abandonó la universidad. Pero su madre, una mujer fuerte, sabía silenciar el parloteo. La gente utilizaba esa forma familiar de dirigirse a ella cuando la veían, porque Marie Stepanovna no era una cualquiera, era la presidenta del consejo municipal.
Ella misma, una joven viuda, sabía lo dura que podía ser la vida, pero siempre apoyó a su hija diciéndole que aún encontraría la felicidad. Pero ¿qué más felicidad podría necesitar Tanya, cuando ya tenía todo lo que quería: su pequeño hijo, su sentido de la vida? Más tarde, cuando Sacha creció y entró al jardín de infantes, Tanya terminó sus estudios y comenzó a trabajar en la escuela.
Con el tiempo, la gente del pueblo comprendió que Tanya no era una de esas chicas frívolas. Seria, inteligente, buena madre, simplemente había cometido un error. No fue nada.
Pasó. Muchos hombres buenos vinieron a pedir su mano, pero Tanya no aceptó a nadie. Al fin y al cabo ¿quién querría tener hijos? Ella estaba segura de ello, nadie.
Ella tenía miedo de que un hombre extraño pudiera hacerle daño a su hijo. No. No valió la pena…