Cuando llegué a la casa de mis padres, me llamó la atención la fila de autos estacionados sobre el césped.
—¿Y ahora qué está pasando? —murmuré para mí misma, mentalizándome ya para alguna reunión familiar improvisada que seguramente me esperaba adentro.
Tomé mi bolso, cerré el coche con la llave y caminé hacia la entrada, esperando que el caos no fuera tan grande como imaginaba.
Apenas abrí la puerta, el inconfundible aroma de carne asada me envolvió, mezclado con las carcajadas inconfundibles de mi padre.
Me asomé por la ventana del salón hacia el jardín. Tal como lo sospechaba, papá había montado otra de sus parrilladas improvisadas. El lugar estaba repleto de gente de su taller mecánico.
—¡Amber! —gritó desde la parrilla, volteando una hamburguesa con su clásica energía.
Llevaba puesto el mismo delantal manchado de grasa que había usado durante años.
—¡Sírvete una bebida y vente! Solo están los chicos del trabajo.
Solté un suspiro mientras me quitaba los zapatos.
—Parece que invitaste a todo el pueblo —murmuré.
Antes de poder sumarme al bullicio, sonó el timbre. Papá dejó la espátula sobre la mesa y se limpió las manos en el delantal con movimientos distraídos.
—Debe ser Steve —comentó para sí, y luego se volvió hacia mí—. Todavía no lo conoces, ¿verdad?
No alcancé a responder. Papá ya había abierto la puerta de par en par, dándole su habitual golpe en la espalda al recién llegado.
—¡Steve! Justo a tiempo. Pasa. Ah, y esta es mi hija, Amber.
Alcé la vista… y me congelé.
Steve era impactante. Alto, con algunas canas que le daban un aire distinguido, y una sonrisa cálida, aunque difícil de descifrar. Sus ojos eran gentiles, pero había en ellos algo más… algo que no podía definir.
—Mucho gusto, Amber —dijo, extendiéndome la mano con una voz serena y firme. La forma en que me miró me provocó un vuelco en el estómago.
—Mucho gusto —respondí, intentando que mi voz no delatara lo que sentía.
Desde ese instante, no pude evitar observarlo a escondidas. Tenía esa clase de confianza tranquila que hace que los demás bajen la guardia sin darse cuenta.
Intenté enfocarme en las conversaciones a mi alrededor, pero mis pensamientos volvían una y otra vez a Steve. Cada vez que nuestros ojos se cruzaban, sentía una chispa que me descolocaba.
Era desconcertante. Después de todo lo que había vivido, me había prometido no volver a enamorarme. Había construido muros tan altos que creía imposibles de escalar.
Y sin embargo, algo en Steve me hacía preguntarme… si tal vez, solo tal vez, estaba lista para dejar entrar a alguien otra vez.
A medida que la noche llegaba a su fin, me despedí y caminé hacia mi auto. Me senté en el asiento del conductor, giré la llave… y el motor respondió con un quejido antes de apagarse por completo.
—Genial —murmuré, dejándome caer contra el respaldo. Estaba a punto de volver a la casa para buscar a papá cuando un golpe en la ventana me hizo sobresaltarme.
Era Steve.
—¿Problemas con el auto? —preguntó con una sonrisa tranquila, como si no fuera nada importante.
—Sí —admití, sintiéndome algo avergonzada—. Justo iba a llamar a mi papá.
—No hace falta —dijo mientras se remangaba con naturalidad—. Déjame echarle un vistazo.
Lo observé mientras levantaba el cofre. Sus manos se movían con precisión, seguras. Pocos minutos después, el motor rugió con vida nuevamente.
—Listo —dijo, limpiándose las manos con un trapo que no supe de dónde había sacado.
—Gracias, Steve. Creo que te debo una.
Se encogió de hombros, con una sonrisa traviesa.
—¿Qué tal una cena? Lo dejamos saldado.
Me quedé inmóvil por un instante. ¿Me estaba invitando a salir?
Y aunque una vocecita en mi cabeza enumeraba todas las razones por las que no debía aceptar, me escuché responder:
—La cena suena bien.
Seis meses después, me encontraba de pie frente al espejo en mi antigua habitación, vestida de blanco.
A los 39 años, había renunciado a los finales felices. Y sin embargo, ahí estaba, lista para casarme con Steve.
La boda fue sencilla. Solo la familia y unos pocos amigos. De pie en el altar, mirando a Steve a los ojos, sentí una paz que no había conocido en años.
—Sí —susurré, con la voz entrecortada por la emoción.
—Sí —respondió él, con igual ternura.
Esa noche, después de los abrazos, las risas y las despedidas, por fin tuvimos un momento a solas.
La casa aún era nueva para ambos, y nuestra vida juntos apenas comenzaba. Entré al baño a cambiarme, con el corazón rebosante de esperanza.
Cuando regresé al dormitorio, me detuve en seco.
Steve estaba sentado al borde de la cama, hablando en voz baja… con nadie.
—Quería que vieras esto, Stace —decía, con dulzura—. Hoy fue perfecto. Solo desearía que hubieras estado aquí.
El mundo pareció detenerse mientras procesaba lo que escuchaba.
—¿Steve? —pregunté, apenas un susurro.
Él se giró hacia mí. Una sombra de culpa cruzó su rostro.
—Amber, yo…
—¿Con quién hablabas? —me acerqué con cautela.
Suspiró profundamente, sus hombros se hundieron.
—Con Stacy. Mi hija.
Me quedé helada. Había mencionado a Stacy antes. Sabía que ella y su madre habían muerto en un accidente… pero no sabía nada de esto.
—A veces le hablo —confesó con la voz quebrada—. Sé que suena loco, pero siento que aún está conmigo. Hoy… hoy solo quería que supiera de ti. De nosotros.
El dolor en su voz era palpable. No sentí miedo. Ni rabia. Solo una tristeza profunda que me apretó el pecho.
Me senté a su lado y tomé su mano.
—No estás loco, Steve. Estás de luto.
Él me miró, y su vulnerabilidad me rompió el alma.
—Lo siento. Debí habértelo contado. No quería asustarte.
—No me asustas —le dije con firmeza, apretando su mano—. Todos llevamos cicatrices. Pero no tenemos que cargar con ellas solos. Podemos hacerlo juntos.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Me abrazó con fuerza.
—Gracias —susurró—. No sabía cuánto necesitaba esto.
Me separé suavemente y lo miré a los ojos.
—Quizá podríamos hablar con alguien sobre esto —sugerí con cuidado—. Un terapeuta, tal vez. Ya no tienes que atravesarlo solo.
Él asintió, apretando mi mano con ternura.
—Lo he pensado —confesó—. Solo… no sabía por dónde empezar. Gracias por entenderme, Amber.
Lo besé, sintiendo que, a pesar de todo, estábamos exactamente donde debíamos estar. Sabía que lo resolveríamos. Nuestro amor no era perfecto. Era desordenado, complejo, lleno de cicatrices… pero real.
Y por primera vez, eso me parecía suficiente.
Porque el amor no se trata de encontrar a alguien sin heridas, sino de hallar a quien esté dispuesto a caminar contigo mientras aprenden a sanar, juntos.