Alina no podía comprender por qué, después de su muerte, su marido había dejado todo lo que más apreciaba a su madre, mientras que a ella solo le quedaba una vieja cabaña en un pueblo olvidado de Dios. Pero cuando entró, se quedó congelada…

POSITIVO

…Cuando Alina abrió la puerta de la vieja casa de campo en Liskova Poliana, fue recibida por una frescura inesperada, como si la casa aún respirara.

Todo olía a polvo, a madera vieja y a algo familiar… pero no podía decir qué era.

Entró vacilante y miró a su alrededor: las paredes estaban cubiertas de fotografías en blanco y negro, en el centro de la habitación había una pequeña mesa de madera maciza y en la esquina, una vieja silla de la que parecía como si alguien acabara de levantarse.

– Qué es eso…? —susurró sin esperar respuesta.

Sobre la mesa había una caja de madera sencilla pero bellamente tallada. Con dedos temblorosos lo abrió.

Dentro había una pila de cartas, atadas con una cinta azul, y encima, una foto de ella y Mikita haciendo una barbacoa en un camping. En el reverso, la letra de Mikita, torpe pero cálida:

«Alina, si estás leyendo esto, significa que me he ido. Pero no del todo.»

Las lágrimas brotaron de sus ojos. Desató la cinta y comenzó a leer la primera carta.

Mi amor,

Sé que es difícil ahora mismo. Y sé que estás enojado. Probablemente te estarás preguntando por qué te dejé esta casa y no todo lo que teníamos juntos. Pero por favor, léanlo todo.

Compré esta cabaña en secreto con el dinero de nuestras primeras vacaciones pospuestas.

¿Te acuerdas? Aquella vez en la que querías ir a la montaña, pero nos quedamos en casa porque de repente tenía que ir a trabajar. Te lo prometí: “Nuestro momento llegará”.

Aquí, en Liskova Poliana, quería ofreceros un lugar de refugio. Un lugar donde puedes respirar sin sentir el dolor diario.

Sin sentirnos perdidos en la ciudad que constantemente nos recuerda lo que hemos perdido.

Esta casa no es sólo una ruina, Alina. Ya hay electricidad en el jardín y he empezado a renovarlo. El vecino, el tío Iván, me ayudó en todo. Él sabe toda la historia.

Tienes todo el derecho a estar enojado conmigo. Pero sé que un día lo entenderás. No quería que te quedaras allí, en un lugar que siempre te dolerá.

Le dejé todo lo demás a mi madre para que no se sintiera sola. Sabía que eras más fuerte.

Haz lo que quieras con la casa. Reformarlo, venderlo, convertirlo en casa de huéspedes. Pero por favor, quédate aquí un rato. Respira profundamente. Mira el cielo nocturno. Aquí hay paz. Aquí hay curación.

Y tal vez…un nuevo comienzo.

Te amo más allá del tiempo,
Mikita

Temblando, Alina dejó la carta. Salió al patio y vio algo que antes había pasado por alto: el jardín, aunque algo crecido, tenía parterres de flores, un columpio improvisado en un viejo peral y un pequeño invernadero de plástico.

El vecino, el tío Iván, apareció de repente con una taza de compota en la mano.

—Así que viniste, niña… Mikita me dijo que vendrías algún día. Él ha preparado todo para ti. Las herramientas están allá, los materiales de renovación están atrás… y si necesitas ayuda, iré con los chicos.

Ella no podía pronunciar ni una sola palabra.

— Le encantaba este lugar. Él siempre decía que aquí envejecerías.

Nuevamente las lágrimas corrieron por el rostro de Alina, pero esta vez no eran dolor, sino un cálido anhelo.

Pasaron las semanas. Luego meses. En un rincón de la casa, Alina montó un pequeño taller de cerámica, algo que siempre había soñado pero nunca se había atrevido a hacer.

Los aldeanos comenzaron a visitarla. Los niños le pidieron que les enseñara a pintar tazas.

Sus tazas, siempre pintadas de colores alegres, tenían palabras sencillas: “Esperanza”, “Paciencia”, “Amor”, “Comienzo”.

Un día recibió una carta de Olesea Pavliwna, su suegra. Era sencillo pero sincero:

Perdóname, Alina. No sabía qué planeaba Mikita. Tampoco lo entendía. Pero ahora, después de estar allí, en tu casa, presentí que sabía exactamente lo que hacía. Quiero visitarte. Ayudarte.

Alina sonrió, apretando la carta contra su pecho.

Una mañana, al abrir la puerta de la casa renovada (olía a pan fresco y el viento susurraba entre las hojas), susurró:

—Tenías razón, Mikita. Es un nuevo comienzo.

Y por primera vez en mucho tiempo, puso el agua a hervir y sacó la taza vieja y agrietada con la inscripción descolorida.

Sirvió té y lo colocó delante de una silla vacía.

– Para ti.

El silencio ya no era doloroso. Ahora estaba lleno de recuerdos. Y lleno de amor.

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