En medio de la noche, María Ivanova se despertó con la frente empapada en sudor y el corazón latiendo con fuerza. No podía deshacerse de la sensación de que aquel sueño no había sido simplemente eso: un sueño.
Las palabras de Alexandru resonaban con una claridad escalofriante en su mente:
«MAMÁ, ESTOY BAJO TIERRA. ESTOY VIVO – AYÚDAME».
María encendió la luz y se sentó en el borde de la cama, intentando calmar su respiración. Era la tercera vez esa semana que el sueño se repetía, cada vez más intenso, más desesperado.
Sentía con todo su ser que su hijo estaba tratando de comunicarse con ella, enviándole un mensaje a través del silencio oficial que lo rodeaba.
Por la mañana, con profundas ojeras y la determinación de una madre que se niega a rendirse, María regresó al comisariado militar.
Esta vez, no se dejó intimidar. Ni por las miradas frías de los funcionarios ni por las explicaciones vagas.

– Quiero todos los detalles sobre la desaparición de mi hijo – dijo María con firmeza al oficial que la recibió. – ¿Dónde exactamente ocurrió el enfrentamiento? ¿Con qué unidad estaba? ¿Quiénes eran sus compañeros?
– Señora Andreescu, comprendo su dolor, pero…
– No, usted no lo comprende – interrumpió María. – Si lo entendiera, me diría todo lo que sabe. Mi hijo está vivo. Lo sé. Y necesita ayuda.
El oficial la miró fijamente durante un largo rato y luego suspiró profundamente.
– ¿Por qué cree eso? Han pasado seis meses. No hemos encontrado ninguna pista que…
– Lo soñé – respondió María, simplemente. – Me dijo que está bajo tierra y que sigue vivo.
El oficial intercambió una mirada con su colega – la misma mirada que María había visto demasiadas veces en los últimos meses: una mezcla de compasión y duda sobre su estado mental.
– Por favor, al menos deme el nombre de su comandante o de algún compañero que estuviera con él ese día.
Después de dudar y hacer varias llamadas, el oficial finalmente le proporcionó un nombre y un número de teléfono: Capitán Victor Manea, comandante de la unidad en la que servía Alexandru.







