—Dios mío, ¿quién podría venir con este tiempo? —Anna echó hacia atrás la manta y tembló cuando el frío le mordió los pies descalzos.
Se oyó otro golpe en la puerta, insistentemente, casi violento. Afuera el viento aullaba como una bestia herida, arrojando nieve contra las ventanas.
— Iván, despierta —dijo ella tocando el hombro de su marido. — Alguien está llamando.
Iván se incorporó, con los ojos aún nublados por el sueño:
—¿Con este tiempo? ¿Quizás estabas soñando?
Otro golpe, aún más fuerte, les hizo saltar a ambos.
—No, no estaba soñando —dijo Anna poniéndose un chal y dirigiéndose a la puerta.
La lámpara de aceite proyectaba sombras parpadeantes sobre las paredes. Esa noche se cortó la electricidad: los inviernos en Ustinovo siempre eran duros y el año 1991 había traído al país no sólo agitación, sino también un frío particularmente intenso.
La puerta se abrió con dificultad, casi enterrada bajo la nieve. En el umbral se encontraba una mujer joven, frágil como un junco, vestida con un elegante abrigo oscuro. Ella sostenía un paquete en sus brazos. Su rostro estaba bañado en lágrimas y sus ojos estaban abiertos por el miedo.
—Ayúdame, te lo ruego—su voz tembló. —Tenemos que ocultarlo. Cuídalo…Queremos deshacernos de él…
Antes de que Anna pudiera decir una palabra, la joven dio un paso adelante y le puso el paquete en los brazos. Hacía calor. Vivo. La cara de un niño diminuto y dormido se asomaba por debajo de la manta.
— Pero… ¿quién eres tú? ¿Qué está sucediendo? —Anna abrazó al niño por reflejo. – Esperar !
La joven ya se había retirado a la oscuridad, y la tormenta de nieve se tragó su figura en pocos segundos, como si se hubiera disuelto en el torbellino blanco.
Anna se quedó en la puerta, sintiendo los copos de nieve derretirse en sus mejillas. Iván se unió a ella, mirando por encima de su hombro:
—¿Qué…? —se detuvo al ver al bebé.
Intercambiaron una mirada silenciosa, sin hacer preguntas. Iván cerró suavemente la puerta, cortando el aullido de la ventisca.
—Míralo —susurró Anna, desenrollando cuidadosamente la manta.
Un niño. No más de seis meses. Mejillas sonrosadas, labios carnosos, pestañas largas. Durmió plácidamente, como si no supiera del frío, de la hora tardía y de aquel extraño paso de armas.
Alrededor de su cuello brillaba un pequeño colgante grabado con la letra «A».
—Dios mío, ¿quién abandonaría a un bebé así? —La garganta de Anna se cerró por la emoción.
Iván permaneció en silencio, mirando fijamente al niño. Después de tantos años de convivencia, nunca habían conseguido tener hijos.
¿Cuántas veces había oído el llanto silencioso de su esposa por la noche? ¿Cuántas veces habían mirado con dolor a los hijos de otros?
—Dijo que queríamos deshacernos de él—dijo Anna mirándolo. —Iván, ¿quién querría deshacerse de un bebé?
«No lo sé», respondió frotándose la barbilla. — Pero esta muchacha claramente no es de aquí. Ella tenía acento de ciudad y su abrigo era caro…
—¿Adónde habría podido ir con este tiempo? —Anna negó con la cabeza. — Sin coches, sin ruido…
El niño de repente abrió los ojos (claros, azules) y miró fijamente a Anna. No lloró, no parecía asustado. Él simplemente la miró, como si evaluara su nuevo destino.
«Tenemos que alimentarlo», dijo Anna con determinación, dirigiéndose hacia la mesa. —Nos quedó algo de leche de anoche.
Iván la observó mientras ella se movía apresuradamente junto a la estufa, calentando la leche, revisando hábilmente los pañales, sosteniendo a ese bebé desconocido con tanta ternura, como si siempre lo hubiera hecho.
—Anna —dijo finalmente—, ¿sabes que tendremos que avisar al consejo del pueblo? Alguien podría estar buscándolo.
Se detuvo de repente, abrazando al bebé con más fuerza.
—¿Qué pasa si realmente queremos deshacernos de él? ¿Qué pasa si lo ponemos en peligro?
Iván se pasó una mano por el pelo:
— Esperemos al menos hasta la mañana. Veremos si viene alguien. Y luego decidiremos.
Anna asintió, agradeciendo a su marido con una sonrisa. El bebé succionó suavemente, aceptando la leche tibia en un platillo pequeño y dulce.
—¿Cómo crees que se llama? —preguntó ella.
Iván se acercó y tocó suavemente el colgante:
— A… ¿Quizás Alexander? ¿Sacha?
El niño de repente mostró una sonrisa sin dientes, como si aprobara la elección del nombre.
—Sacha —repitió Anna, con toda la ternura en la voz acumulada durante años de espera.
Afuera la tormenta de nieve seguía azotando, pero en la pequeña casa del pueblo, en las afueras de Ustinovo, ahora hacía más calor. Como si el propio destino hubiera cruzado el umbral, decidido a quedarse.
— ¡Vaya pequeño chef en ciernes! —sonríe Iván, mirando a Sasha, de siete años, remover concienzudamente las gachas en la sartén. — Pronto me superarás.
Anna miró a su hijo y su corazón se hundió de ternura. Habían pasado siete años como un solo día. Todas las mañanas se despertaba con ese pensamiento persistente: ¿qué pasaría si alguien viniera a buscarlo hoy? Pero pasaron los años y la misteriosa joven nunca regresó.
—Mamá, ¿me das un poco de crema? —preguntó Sasha, tomando un cuenco de barro.
—Por supuesto, cariño —dijo Anna acercándole el cuenco. — Pero ten cuidado, hace calor.
Se escuchó un golpe en la ventana. Anna saltó: ese viejo miedo nunca la había abandonado.
—¡Anka, sal! ¡Es hora de pastorear las vacas! —dijo la voz de Zinaïda, la vecina.
– Ya voy ! —respondió Anna ajustándose la bufanda.
Sasha apartó la mirada de las gachas:
—¿Puedo ir? Luego iría a caminar hasta el río.
—¿Has hecho tu tarea? —preguntó Iván con severidad, guardando sus herramientas en una bolsa desgastada.
—Ya ayer —respondió orgulloso el niño. —María Stepanovna dijo que mis cálculos eran los mejores de la clase.
Anna e Iván intercambiaron una mirada. Sasha creció vivaz, curioso, entendía todo de un vistazo. La maestra del pueblo les había dicho varias veces que el niño merecía una escuela mejor y que sería un desperdicio no cultivar ese talento.
—Adelante —asintió Anna. — Pero regresa a la hora del almuerzo.
Sasha corrió felizmente hacia el patio. Iván se acercó a su esposa y colocó su pesada mano sobre su hombro:
—¿Aún estás pensando en ello?
—Pienso en ello todos los días —confesó. —Lo miro…y no puedo quitarle los ojos de encima. Y si…
—Han pasado siete años —dijo Iván meneando la cabeza. — Si hubieran querido recuperarlo ya lo habrían hecho hace mucho tiempo.
—¿Y este colgante? —susurró Anna, aunque Sasha ya estaba fuera de alcance. —A veces lo vuelvo a sacar… Una letra «A», un escudo… No es una baratija, Vania.
Iván suspiró:
—¿Qué sentido tiene preguntarse? Este es nuestro hijo. En el fondo, él es nuestro hijo.
Anna se acurrucó junto a él, agradecida. En aquel momento, el consejo del pueblo aceptó su versión: un pariente lejano incapaz de criar a su hijo. Los trámites se realizaron rápidamente: en aquellos tiempos difíciles no hacían demasiadas preguntas.
—María tiene razón sobre la escuela —dijo Anna después de un silencio. — Él tiene mucho talento. Quizás deberíamos enviarlo a la capital del condado. Tienen clases de física y química…
—¿Y con qué dinero? — Iván frunció el ceño. —El koljós no nos paga desde hace dos meses. Ya estamos luchando para llegar a fin de mes.
Anna bajó la cabeza. Los deseos eran numerosos, pero los medios escasos. Ella ahorraba cada centavo, cosía, pero nunca era suficiente.
—Cuando regrese de la granja le coseré una camisa —dijo. —De uno de los tuyos. Ya no le queda nada que ponerse.
Iván la besó en la frente antes de irse. A través de la ventana, Anna lo vio caminando hacia el tractor, encorvado, viejo antes de tiempo. Los años difíciles lo habían desgastado, pero no lo habían quebrado.
Por la noche, Sasha se sentó a la mesa, inmersa en un libro de texto con las esquinas dobladas. La lámpara de aceite proyectaba una luz amarilla sobre las páginas: se ahorraba electricidad, sólo se encendía como último recurso.
—¿Por qué no me parezco a ti? —preguntó de repente, sin apartar la vista del libro.
Anna se quedó quieta, con la camisa sin terminar en sus manos. Ella siempre había temido esta pregunta.
—¿Qué quieres decir, cariño? —preguntó suavemente.
— Tú y papá tenéis el pelo oscuro. Los míos son claros -dijo Sasha y levantó la vista-, esos mismos ojos azules claros que la habían mirado, siete años antes, desde los pliegues de una manta. —Y Petka, el chico de al lado, dice que no soy tu verdadero hijo.
Iván dejó el periódico:
— Petka es una idiota. No escuches lo que dice
—¿Pero es cierto? —insistió Sasha. —¿Soy un expósito?
Anna se acercó y lo abrazó por los hombros:
— No eres un expósito. Eres nuestro hijo. Simplemente… —dudó, buscando las palabras. —No te trajimos al mundo, pero te encontramos. Y me encantó inmediatamente. Desde el primer vistazo.
—¿Como en un cuento? —preguntó Sasha, inclinando la cabeza.
—Como en la vida —respondió Iván en voz baja. —A veces la vida es más maravillosa que un cuento de hadas.
Sasha se quedó en silencio por un momento, mirando sus manos, luego de repente abrazó a Anna:
—Sigues siendo la mejor mamá del mundo.
Anna lo abrazó y sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos. Por encima del hombro de su hijo, vio a Iván mirarlo a los ojos: él estaba sonriendo y secándose discretamente una lágrima.
En esos momentos, el pasado ya no importaba. Pase lo que pase, eran una familia. Para siempre.
—¿Y qué es eso que llevas alrededor del cuello? — Sasha se había fijado en la cadena que Anna solía esconder bajo su cuello.
Instintivamente lo cubrió con su mano:
— Simplemente una joya. Vamos, termina tu tarea y luego te contaré un cuento antes de dormir.
Sasha asintió y volvió a su libro de texto. Él aún no sabía que ese colgante, el que tenía la letra «A», normalmente se guardaba en una caja de hojalata, escondida debajo de una tabla del suelo.
Y que ese pequeño objeto era el único vínculo con su pasado, un pasado que, algún día tal vez, resurgiría.
— ¡Felicidades, Alexander! —El director de la escuela estrechó firmemente la mano del joven que estaba en el escenario. — ¡El mejor graduado de los últimos diez años!
El salón del club del pueblo, decorado con guirnaldas y globos caseros, estalló en aplausos.
Sasha, alta, rubia, con los mismos ojos claros, sonrió tímidamente y miró hacia la primera fila donde estaban sentados Anna e Iván.
Anna se secó discretamente las lágrimas. Su hijo, su tesoro, se graduó con una medalla de oro. ¡Quién hubiera pensado, en esa noche tormentosa, que un bebé envuelto en una manta se convertiría en un genio!
—Gracias —Sacha tomó su diploma y tocó suavemente la medalla de oro en su pecho. —Es mérito de mis padres. Siempre creyeron en mí.
Iván enderezó la espalda y separó los hombros. El orgullo lo invadió: por ese momento valía la pena vivirlo, valía la pena trabajar incansablemente todos estos años.
Después de la ceremonia, los graduados salieron corriendo al exterior. Se tomaron fotos, intercambiaron planes para el futuro y prometieron no perder el contacto.
—¿Vas a la ciudad? —preguntó Petka, el chico del barrio, ahora un hombre joven y adulto. La hostilidad infantil se había convertido en respeto.
—Tengo que dejar unos documentos —convino Sacha. —Quiero ir a la escuela de formación de profesores. Regresaré aquí para enseñar a los niños.
—Quédate en la ciudad —Petka le dio una palmadita en el hombro. —¿Qué hay que hacer aquí?
Sacha simplemente sonrió. Nunca se entenderían en este punto. La mayoría de los niños soñaban con abandonar el pueblo, pero él… él sólo quería pagar la deuda con quienes lo criaron.
Por la noche, la familia se reunió alrededor de la mesa festiva. Anna sacó la preciada botella de licor, reservada para ocasiones especiales. Iván cortó pan fresco, sintiendo el calor del horno tradicional.
—Por ti, hijo mío —Iván levantó su copa. — ¡Por tu futuro!
Chocaron sus vasos y Sacha sintió un nudo en la garganta. Tanto amor, tanto cuidado… A pesar de su pobreza, él siempre había estado rodeado de lo más importante: calor.
El sonido de un coche aproximándose hizo que todos se congelaran. En Ustinovo rara vez llegaban extranjeros, y menos aún por la noche, durante la fiesta de graduación.
—¿Quién podrá ser? — Iván retiró la cortina.
Un todoterreno negro se detuvo frente a la puerta: brillante, caro, como algo de otro mundo. Un hombre con un traje elegante salió y, después de mirar a su alrededor, caminó hacia su casa.
— ¿Se habrá perdido? —Anna supuso, pero su voz temblaba.
Un golpe a la puerta, seguro, profesional. Sacha fue a abrirlo.
En el umbral había un hombre de unos cincuenta años, con una camisa en las manos y una mirada atenta.
—Buenas noches —dijo. — Estoy buscando a Alexander… — revisó sus papeles, — Ivanovich Kuznetsov.
—Soy yo —dijo Sacha enderezándose. – ¿Le puedo ayudar en algo?
El hombre lo miró fijamente, deteniéndose en su rostro:
— Mi nombre es Sergey Mikhailovich. Soy abogado de la ciudad. ¿Puedo entrar? Tengo un asunto importante que discutir.
Iván se acercó a su hijo y le puso la mano en el hombro:
—Pase. Pero no nos haga esperar, diga claramente lo que quiere.
En la pequeña habitación, el huésped tenía un aspecto extraño: traje caro, relojes de lujo y manos bien cuidadas. Se sentó a la mesa y desplegó cuidadosamente algunos documentos frente a él.
—Alejandro —comenzó—, no eres quien crees que eres.
Anna se levantó bruscamente:
– ¿Qué dices?
—Por favor —el abogado hizo un gesto para detenerlo, su voz volviéndose más suave, más humana. —Escucha… ésta no es una conversación fácil. —Volvió su mirada hacia Sacha. — En realidad, usted es Alexander Belov.
Hijo de Nikolai Belov y nieto de Anton Grigoryevich Belov, el mismo hombre que fundó BelProm. El abogado pronunció el nombre como si todos en la sala debieran comprender su importancia.
Un pesado silencio cayó sobre la habitación. Sacha sintió que el suelo cedía bajo sus pies.
—Pero eso es imposible —murmuró.
—¿Tienes alguna prueba? —preguntó Iván con voz cortante.
El abogado abrió su expediente:
— No es necesario hacer una prueba genética, basta con mirar una foto —colocó sobre la mesa la foto de una pareja joven. — Estos son tus padres — Nikolai Antonovich y Elena Sergeyevna Belov.
Sacha tragó saliva con fuerza. El hombre de la foto era su doble exacto: mismos ojos, misma forma de labios.
—Debes saber la verdad —continuó el abogado. —Tus padres murieron en 1991. Oficialmente, fue un accidente. En realidad, un asesinato. Los competidores querían apoderarse del negocio de su abuelo.
—¿Y yo? —La voz de Sacha era apagada, como si viniera de muy lejos.
—La niñera os salvó —el abogado miró a Anna e Iván. — Ella arriesgó su vida para llevarte lejos. Ella cumplió el último deseo de tu madre.
Te hemos estado buscando todos estos años, pero tu rastro se ha perdido. Tu abuelo contrató a los mejores detectives.
Anna escondió su cara entre sus manos:
—Así que es verdad… Dijo que queríamos deshacernos de él…
—¿Por qué ahora? — Sacha miró la foto de sus padres, incapaz de apartar la mirada. —¿Por qué no antes?
—Tu abuelo sintió que el peligro ya había pasado. Los competidores están en la cárcel, se están reuniendo pruebas —hizo una pausa el abogado. —Según el testamento de su abuelo, usted es el único heredero de una fortuna de 980 millones de rublos, cuatro casas, doce empresas y acciones del holding BelProm.
Sacha miró hacia arriba:
—¿Y mi abuelo? ¿Está vivo?
—Está vivo, pero está muy enfermo. Está ciego desde hace cinco años. Su único deseo es verte antes de morir.
Iván se desplomó pesadamente en una silla, pareciendo envejecer diez años en cuestión de minutos.
—Así que ahora eres millonario—intentó sonreír, pero su sonrisa era torcida y dolorosa. — Bueno, adelante. Esta es tu verdadera familia.
—No —Sacha se levantó bruscamente. —Mi verdadera familia eres tú. Me criaste, me amaste, lo sacrificaste todo. Ninguna cantidad de dinero cambiará eso.
Se dirigió al abogado:
—Quiero ver a mi abuelo. Pero no voy a abandonar a mis padres.
Tres días después, Sacha estaba sentado en una luminosa habitación de hospital, frente a un hombre mayor de ojos apagados. Anton Grigorievich, majestuoso incluso en un sillón especial, extendió una mano temblorosa y tocó el rostro de su nieto.
—Te pareces mucho a Nikolai —susurró. —Reconozco estas características. Aun sin verlos los siento.
—Abuelo —Sacha tomó su mano. —¿Por qué pasó todo esto?
El anciano le contó todo: la industria petrolera, la feroz competencia, cómo su hijo y su nuera se habían convertido en víctimas de la codicia. Cómo desapareció la niñera después de esconderlo. —Pensé que te volvería a ver dentro de un año o dos—tembló la voz del anciano. — Pero los detectives regresaron con las manos vacías. Tantos pueblos, tantas familias… Y Vera ni siquiera sabía el nombre del pueblo al que te había llevado. Su autobús se había averiado debido a la tormenta de nieve y ella caminaba a ciegas…
No te encontramos hasta 10 años después, pero fue una larga espera.
—Así es el destino —Sacha le apretó la mano. —Quienes me encontraron son las mejores personas del mundo.
Seis meses después, los trabajadores llegaron a Ustinovo. Los aldeanos se reunieron en pequeños grupos a los lados del camino, discutiendo con asombro lo que estaba sucediendo. Justo ayer había una carretera rota aquí, y hoy había aplanadoras trabajando.
Donde antes colgaban cables eléctricos desnudos, se instalaron nuevas líneas eléctricas. Y en el terreno baldío donde pastaban las cabras apareció un campo deportivo con barras de dominadas y un campo de fútbol.
A medida que se acercaba el invierno, una nueva escuela abrió sus puertas, con grandes ventanales, aulas luminosas, una biblioteca y una moderna sala de informática.
Sacha, que había llegado para el fin de semana universitario pedagógico, cortó él mismo la cinta: serio, confiado, un poco avergonzado por la atención de los lugareños.
—Recién estamos empezando—dijo mirando los rostros familiares a su alrededor. — Si tú no estuvieras aquí, yo no estaría aquí. Lo único que puedo hacer es devolverte todo eso cien veces más.
Para Anna e Iván, construyó una nueva casa en el lugar de la antigua. No era una casa señorial (habrían renunciado a ella), sino una casa sencilla y sólida, con grandes ventanas y una estufa moderna.
Con un jardín donde Anna cuidaba las rosas desde la primavera hasta finales del otoño, y un taller para Iván donde podía trabajar con madera en cualquier clima.
—Sabes, siempre pensé —confesó Anna un día mientras recogía flores— que el destino te había traído hasta nosotros, pero que luego te llevaría lejos. Pero al final nos elegisteis. Y te quedaste con nosotros.
—El corazón ve mejor—Sacha la tomó suavemente en sus brazos. — No se equivoca.
Para su vigésimo cumpleaños, creó una fundación para ayudar a los niños huérfanos. La bautizó en honor a Anna e Ivan Kuznetsov, a pesar de sus avergonzadas protestas.
Esa noche, al volver a su apartamento en Moscú, Sasha sacó dos objetos: un pequeño colgante con la forma de la letra «A», que había tenido consigo esa noche de invierno, y una bufanda gastada que Anna le había regalado antes de partir hacia la ciudad.
Los colocó cuidadosamente uno al lado del otro. El pasado y el presente. Sangre y amor. Dos caminos que se habían convertido en un solo destino.
Afuera, la ruidosa ciudad zumbaba, pero Sasha, en sus pensamientos, estaba allí, en el tranquilo pueblo de Ustinovo, donde, muchos años atrás, el destino lo había conducido a las puertas de las personas más queridas para su corazón.







