Mariana y yo llevamos siete años de casados.
Tenemos todo lo que siempre habíamos soñado.
Teníamos una casa propia, un coche, buenos trabajos con buen sueldo y vacaciones dos veces al año.
El único sueño que aún no habíamos cumplido era ser padres.
Después de hacer todas las pruebas médicas, supimos que el problema estaba en mí.
Los dos nos sentimos profundamente decepcionados y la esperanza se fue apagando.
Pensamos en la adopción, pero ninguno de los dos sentía que podríamos criar a un niño que no fuera nuestro.
La única opción que ambos aceptamos fue la fertilización in vitro.
Pero los costos eran altísimos y no había garantías de que funcionara a la primera.
Una noche, en casa de mi mejor amigo, con varias copas encima, se me ocurrió una idea loca: ¿por qué no hacer la fertilización en casa en vez de la clínica?
Ya teníamos todo lo necesario justo ahí, en esa habitación.
Me refería a mi esposa y a mi amigo.
Al principio nos reímos, pensando que era una broma, pero la conversación siguió, y no había argumentos que pudieran convencerme de no intentarlo.
Nos conocemos desde la infancia, somos casi hermanos.
Y ahora, esa amistad iba a volverse algo aún más cercano.
Trago tras trago, lo último que recuerdo es haber dejado a mi esposa en su habitación.
A la mañana siguiente, al despertar, no quería aceptar que lo que pasó fuera real.
Habría dado cualquier cosa por que todo hubiera sido solo una pesadilla.
Entré a su cuarto y allí estaba ella.
Dormía en su cama. Los dos juntos.
La ropa tirada en el suelo dejaba todo claro.
Salí corriendo de la casa sin decir nada.
Ahora llevo cuatro días refugiado en casa de mis padres.
Ni ellos ni él me responden el teléfono.
No puedo mirarlos a los ojos.
¿Y si ella quedó embarazada?
¿Cómo voy a vivir con la idea de haberla puesto en la cama de otro?
Si te ha conmovido esta historia, no olvides compartirla con tus amigos.
¡Juntos podemos difundir esta mezcla de emoción e inspiración!
